"El mar es el último refugio que me resta" A.Pérez-Reverte

17 marzo 2008

EL HOMBRE QUE ATACO SOLO


Hace tiempo que no les cuento ninguna historieta antigua, de ��sas que me gusta recordar con ustedes de vez en cuando, quiz�� porque apenas las recuerda nadie. Me refiero a episodios de nuestra Historia que en otro lugar y entre otra gente ser��an materia conocida, argumento de pel��culas, objeto de libros escolares y cosas as��, y que aqu�� no son m��s que tristes agujeros negros en la memoria. Hoy le toca a un personaje que, parad��jicamente, es m��s recordado en los Estados Unidos que en Espa��a. El fulano, malague��o, se llamaba Bernardo de G��lvez, y durante la guerra de la independencia americana ���Espa��a, todav��a potencia mundial, luchaba contra Gran Breta��a apoyando a los rebeldes��� tom�� la ciudad de Pensacola a los ingleses. Y como resulta que, cuando me levanto chauvinista y cabr��n, cualquier espa��ol que en el pasado les haya roto la cornamenta a esos arrogantes chulos de discoteca con casaca roja goza de mi aprecio hist��rico ���otros prefieren el f��tbol���, quiero recordar, si me lo permiten, la bonita peripecia de don Berni. Que fue, adem��s de pol��tico y soldado ���luch�� tambi��n contra los indios apaches y contra los piratas argelinos���, hombre ilustrado y valiente. Sin duda el mejor virrey que nuestra Nueva Espa��a, hoy M��jico, tuvo en el siglo XVIII. Vayamos al turr��n: en 1779, al declararse la guerra, don Bernardo decidi�� madrugarles a los rubios. As�� que, poni��ndose en marcha desde Nueva Orle��ns con mil cuatrocientos hombres entre espa��oles, milicias de esclavos negros, aventureros y auxiliares indios, cruz�� la frontera de Luisiana para invadir la Florida occidental, tom��ndoles a los malos, uno tras otro, los fuertes de Manchak, Baton-Rouge y Natchez, y cuantos establecimientos ten��an los s��bditos de Su Graciosa en la ribera oriental del Misisip��. Al a��o siguiente volvi�� con m��s gente y se apoder�� de Mobile en las napias mismas del general Campbell, que acud��a con banderas, gaitas y toda la parafernalia a socorrer la plaza. En 1781, G��lvez volvi�� a la carga y estuvo a pique de tomar Pensacola. No pudo, por falta de gente y recursos ���los milagros, en Lourdes���; as�� que regres�� al a��o siguiente desde La Habana con tres mil soldados regulares, auxiliares indios y una escuadra de transporte apoyada por un nav��o, dos fragatas y embarcaciones de guerra menores. La operaci��n se complic�� desde el principio: a los espa��oles parec��a haberlos mirado un tuerto. Las tropas desembarcaron y empez�� el asedio, pero los dos mil ingleses que defend��an Pensacola ���el viejo amigo Campbell estaba al mando��� se atrincheraban al fondo de la bah��a, protegida a su vez por una barra de arena que dejaba un paso muy angosto, cubierto desde el otro lado por un fuerte ingl��s, donde al primer intento toc�� fondo el nav��o San Ram��n. Hubo que dar media vuelta y, muy a la espa��ola, el jefe de la escuadra, Calvo de Iraz��bal, se tir�� los trastos a la cabeza con G��lvez. Cuesti��n de celos, de competencias y de cada uno por su lado, como de costumbre. Calvo se neg�� a intentar de nuevo el paso de la barra. Demasiado peligroso para sus barcos, dijo. Entonces a G��lvez se le ahum�� el pescado: embarc�� en el bergant��n Galveztown, que estaba bajo su mando directo, y completamente solo, sin dejarse acompa��ar por oficial alguno, arbol�� su insignia e hizo disparar quince ca��onazos para que los artilleros guiris que iban a intentar hundirlo supieran bien qui��n iba a bordo. Luego, seguido a distancia s��lo por dos humildes lanchas ca��oneras y una balandra, orden�� marear velas con la brisa y embocar el estrecho paso. As��, ante el pasmo de todos y bajo el fuego graneado de los ca��ones ingleses, el bergant��n pas�� lentamente con su general de pie junto a la bandera, mientras en tierra, corriendo entusiasmados por la orilla de la barra de arena, los soldados espa��oles lo observaban vitoreando y agitando sombreros cada vez que un disparo enemigo erraba el tiro y daba en el mar. Al fin, ya a salvo dentro de la bah��a, el Galveztown ech�� el ancla y, muy flamenco, dispar�� otros quince ca��onazos para saludar a los enemigos. Al d��a siguiente, con un cabreo del catorce, el jefe de escuadra Calvo de Iraz��bal se fue a La Habana mientras el resto de la escuadra penetraba en la bah��a para unirse a G��lvez. Y al cabo de dos meses de combates, en ��esta guerra que hacemos por obligaci��n y no por odio��, seg��n escribi�� don Bernardo a su adversario Campbell, los ingleses se tragaron el sapo y capitularon, perdiendo la Florida occidental. Por una vez, los reyes no fueron ingratos. Por lo de la barra de Pensacola, Carlos III concedi�� a G��lvez el t��tulo de conde, con derecho a lucir en su escudo un bergant��n con las palabras ��Yo solo��; aunque en justicia le falt�� a��adir: ��y con dos cojones��. En aquellos tiempos, los reyes eran gente demasiado fina.

El Semanal 23 de marzo de 2008

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