
Lo malo que tiene esto de mont��rtelo de gru����n cada domingo es que, de pronto, est��s sentado observando a la gente en una terraza de la plaza mayor de Gomorra, o de Sodoma, o de donde sea, tom��ndote una ca��a mientras miras hacia arriba con sonrisilla atravesada, esperando que empiece a llover napalm, y de pronto pasan un Lot o un justo cualquiera y, en plan aguafiestas, te fastidian el espect��culo. Eso, m��s o menos, fue lo que me ocurri�� hace un par de d��as, cuando estaba en la plaza de Espa��a de Madrid, antigua monta��a del Pr��ncipe P��o, intentando situar con un amigo el sitio exacto donde, a las cuatro de la madrugada de un 3 de mayo, los marinos de la Guardia Imperial gabacha le dieron matarile a cuarenta y tres madrile��os. Estaba en eso, como digo, parado al sol ���hac��a un fr��o del carajo��� mirando el paisaje y queriendo adivinar, bajo ��ste, las referencias urbanas y el punto de vista donde Goya se situ��, y nos situ�� a los espectadores, para pintar su cuadro. En ��sas veo llegar ante un sem��foro, cuyo paso de peatones est�� a punto de pasar a rojo, a un ancianete tembloroso que caminando con dificultad, apresurado, inicia el cruce con pasitos tan cortos que nunca lo llevar��n al otro lado antes de que los autom��viles se le echen encima. Por un momento considero interrumpir la conversaci��n y socorrer al abuelo; pero me encuentro relativamente lejos y comprendo que no llegar��a a tiempo ���tampoco es cosa de salir corriendo descamisado como Clark Kent���, que las ocho o diez personas que hay a un lado y a otro del paso de peatones tampoco van a mover un dedo, y que el osado vejete tendr�� que valerse con el ��nico recurso de su baraka, carambola o no carambola, y la humanidad de los conductores ���pocas veces excesiva en Madrid��� que lo dejen cruzar, o no, antes de ir a lo suyo. Entonces llega el aguafiestas. El sem��foro de peatones acaba de pasar a rojo, y yo tengo preparado un hijos de la gran puta mental en obsequio de quienes miran, impasibles, c��mo el abuelo intr��pido est�� a punto de convertirse en escabeche de jubilata. En ese momento, del grupo parado en el lado opuesto de la calle se adelanta una mujer menuda, de pelo negro, vestida con un ch��ndal gris y zapatillas deportivas, que lleva una bolsa del Corte Ingl��s en una mano. Dirigi��ndose al encuentro del abuelo, esa mujer lo toma por el brazo; y luego, haciendo ademanes en solicitud de paciencia a los conductores, lo acompa��a hasta dejarlo a salvo en la acera, ante las miradas indiferentes de cuantos all�� aguardan sin inmutarse. Pero lo que me llama la atenci��n no es el episodio en s��, sino la extraordinaria ternura, el afecto ins��lito y dulce con que esa mujer ha cogido del brazo al vejete desconocido para conducirlo, tranquila y paciente ���parec��a tener todo el tiempo del mundo, y ponerlo a disposici��n del anciano���, hasta dejarlo a salvo. La mujer ha vuelto a su acera, donde, mientras el abuelo se aleja, espera a que el sem��foro de peatones cambie de nuevo a verde. Cruza entonces, con los otros peatones. Puedo observarla mejor cuando pasa por mi lado, y entonces advierto un par de cosas. El ch��ndal gris se ve ajado, modesto. Ella debe de tener treinta y tantos a��os y es ���me lo hab��a parecido de lejos, pero no estaba seguro��� una inmigrante sudamericana, bajita y morena, con cara de india sin gota de sangre espa��ola y el pelo largo, muy negro y brillante. Procede, sin duda, de un pa��s de ��sos donde la miseria y el dolor son tan naturales como la vida y la muerte. Donde el sufrimiento ���eso pienso vi��ndola alejarse��� no es algo que los seres humanos consideran extraordinario y lejano, sino que forma parte diaria de la existencia, y como tal se asume y afronta: lugares alejados de la mano de Dios, donde un anciano indefenso es todav��a alguien a respetar, pues su imagen cansada contiene, a fin de cuentas, el retrato futuro de uno mismo. Lugares donde la vejez, el dolor, la muerte, no se disimulan, como aqu��, maquillados tras los eufemismos y los biombos. Sitios, en suma, donde la vida bulle como siempre lo hizo, la solidaridad entre desgraciados sigue siendo mecanismo de supervivencia, y la gente, curtida en el infortunio, l��cida a la fuerza, se mira a los ojos lo mismo para matarse ���la vida es dura y no hay ��ngeles, sino carne mortal��� que para amarse o ayudarse entre s��. Por eso, concluyo viendo alejarse a la emigrante con su arrugada bolsa del Corte Ingl��s y su ajado ch��ndal gris, esa mujer acaba de ayudar al abuelete: por puro instinto, sin razonar ni esperar nada a cambio. Por impulso natural, supongo. Autom��tico. Acaba de llegar a Espa��a, y ning��n sufrimiento le es a��n ajeno. Todav��a no ha olvidado el sentido de la palabra caridad.
El Semanal 9 de marzo de 2008
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