
Hace cosa de un mes, por una de esas emboscadas que a veces te montan los amigos, anduve metido en pregones y otros fastos taurinos sevillanos. Fue agradable, como lo es todo en esa ciudad extraordinaria; y qued�� agradecido a la gente de la Maestranza, amable y acogedora. Pero todo tiene sus da��os colaterales. Ayer recib�� una carta desde una ciudad donde cada a��o, en fiestas, matan a un toro a cuchilladas por las calles, pregunt��ndome con mucha retranca c��mo alguien que se manifiesta contrario a la muerte de los animales en general, y a la de los toros en particular, habla a favor del asunto. Tambi��n me preguntan, de paso, cu��nto trinqu�� por envain��rmela. Y como resulta que hoy no tengo nada mejor que contarles, voy a explic��rselo al remitente. Con su permiso. En primer lugar, yo nunca cobro por conferencias ni cosas as��; consid��renlo una chuler��a como otra cualquiera. Las pocas veces que largo en p��blico suelo hacerlo gratis, por la cara. Y lo de Sevilla no fue una excepci��n. En cuanto a lo de los toros, dir�� aqu�� lo que dije all��: de la materia s�� muy poco, o lo justo. En Espa��a, afirmar que uno sabe de toros es f��cil. Basta la barra de un bar y un par de ca��as. Sostenerlo resulta m��s complejo. Sostenerlo ante la gente de la Maestranza habr��a sido una arrogancia idiota. Yo de lo ��nico que s�� es de lo que sabe cualquiera que se fije: animales bravos y hombres valientes. El arte se lo dejo a los expertos. De las palabras bravura y valor, sin embargo, puede hablar todo el mundo, o casi. De eso fue de lo que habl�� en Sevilla. Sobre todo, del ni��o que iba a los toros de la mano de su abuelo, en un tiempo en que los psicoterapeutas, psicopedagogos y psicodemagogos todav��a no se hab��an hecho amos de la educaci��n infantil. Cuando los Reyes Magos, que entonces eran reyes sin complejos, a��n no se la cog��an con papel de fumar y dejaban pistolas de vaquero, soldaditos de pl��stico, caballos de cart��n y espadas. Hasta trajes de torero, pon��an a veces. Aquel ni��o, como digo, se llen�� los ojos y la memoria con el espect��culo del albero, ampliando el territorio de los libros que por aquel tiempo devoraba con pasi��n desaforada: la soledad del h��roe, el torero y su enemigo en el centro del ruedo. De la mano del abuelo, el ni��o aprendi�� all�� algunas cosas ��tiles sobre el coraje y la cobard��a, sobre la dignidad del hombre que se atreve y la del animal que lucha hasta el fin. Toreros impasibles con la muerte a tres cent��metros de la femoral. Toreros descompuestos que se libraban con infames bajonazos. Hombres heridos o maltrechos que se ajustaban el corbat��n mirando hacia la nada antes de entrar a matar, o a morir, con la naturalidad de quien entra en un bar y pide un vaso de vino. Toros indultados por su bravura, a��n con la cabeza erguida, firmes sobre sus patas, como gladiadores pregunt��ndose si a��n ten��an que seguir luchando. As��, el ni��o aprendi�� a mirar. A ver cosas que de otro modo no habr��a visto. A valorar pronto ciertas palabras ���valor, maneras, temple, dignidad, verg��enza torera, vida y muerte��� como algo natural, consustancial a la existencia de hombres y animales. Hombres enfrentados al miedo, animales peligrosos que tra��an cortijos en los lomos o mutilaci��n, fracaso, miseria y olvido en los pitones. El ser humano peleando, como desde hace siglos lo hace, por af��n de gloria, por hambre, por dinero, por verg��enza. Por reputaci��n. Pero ojo. No todo fue admirable. Tambi��n recuerdo las charlotadas, por ejemplo. Ignoro si todav��a se celebran esos ruines espect��culos: payasos en el ruedo, enanos con traje de luces, torillos atormentados entre carcajadas infames de un p��blico est��pido, irrespetuoso y cobarde. Nada recuerdo all�� de m��gico, ni de educativo. Quiz�� por eso, igual que hoy aprecio y respeto las corridas de toros, detesto con toda mi alma las sueltas de vaquillas, los toros embolados, de fuego, de la Vega o de donde sean, las fiestas populares donde un animal indefenso es torturado por la chusma que se ceba en ��l. Los toros no nacen para morir as��. Nacen para morir matando, si pueden; no para verse atormentados, acuchillados por una turba de borrachos impunes. Un toro nace para pelear con la fuerza de su casta y su bravura, dando a todos, incluso a quien lo mata, una lecci��n de vida y de coraje. Por eso es necesario que mueran toreros, de vez en cuando. Es la prueba, el contraste de ley. Si la muerte no jugase la partida de modo equitativo, el espect��culo taurino ser��a s��lo un espect��culo; no el rito tr��gico y fascinante que permite al observador atento asomarse a los misterios extremos de la vida. S��lo eso justifica la muerte de un animal tan noble y hermoso. Ah�� est��, a mi juicio, la diferencia. Lo dem��s es folklore bestial, y es carnicer��a.
El Semanal 4 de mayo de 2008
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